lunes, 14 de enero de 2013

Nidos de pasión














Al fondo a la derecha, al lado de la cocina. Esa pequeña y desnuda habitación era el escondite donde los dos cuerpos se fundían, de cuando en cuando, para recordarse que seguían vivos. Sexo. Sólo eso. Sin preliminares, caricias ni susurros. No era cuestión de humillar a sus parejas; esas cosas las guardaban para las noches del sábado y, con un poco de suerte, para las de algún día de la semana, víspera de festivo, por supuesto. Eran vecinos, de los de toda la vida. Incluso en reiteradas ocasiones se reunían los dos matrimonios para cenar. Todo un juego de claroscuros: por encima de la mesa las manos acariciaban las de sus parejas; por debajo, los pies jugaban a un encuentro casual, o no tanto, con las entrepiernas de sus amantes. Y en terminar la cena y tras el reposo de rigor acompañado de unas copas, el matrimonio invitado abandonaba la casa vecinal para iniciar el rito casi obligado de consumar la relación, mientras que la pareja anfitriona se disponía a realizar lo mismo, eso sí, una vez recogido todo. Lo primero es lo primero, y la pasión puede aguardar. Y así siguieron, año tras año, combinando matrimonio y amante, a partes desiguales. Hasta que un día, en uno de esos encuentros en aquella habitación desnuda del fondo a la derecha, los consagrados amantes se encontraron con que su nido había sido ocupado. Fue en ese momento cuando los dos matrimonios acordaron turnos para no alterar la convivencia diaria.