Al fondo a la derecha, al lado de la cocina. Esa pequeña y desnuda habitación era el escondite donde los dos cuerpos se fundían, de cuando en cuando, para recordarse que seguían vivos. Sexo. Sólo eso. Sin preliminares, caricias ni susurros. No era
cuestión de humillar a sus parejas; esas cosas las guardaban para
las noches del sábado y, con un poco de suerte, para las de algún día de la
semana, víspera de festivo, por supuesto. Eran vecinos, de los de toda la vida. Incluso en reiteradas ocasiones
se reunían los dos matrimonios para cenar. Todo un juego de claroscuros: por
encima de la mesa las manos acariciaban las de sus parejas; por debajo, los
pies jugaban a un encuentro casual, o no tanto, con las entrepiernas de sus
amantes. Y en terminar la cena y tras el reposo de rigor acompañado de unas copas, el matrimonio invitado abandonaba la casa
vecinal para iniciar el rito casi obligado de consumar la relación, mientras
que la pareja anfitriona se disponía a realizar lo mismo, eso sí, una vez
recogido todo. Lo primero es lo primero, y la pasión puede aguardar. Y así
siguieron, año tras año, combinando matrimonio y amante, a partes desiguales.
Hasta que un día, en uno de esos encuentros en aquella habitación desnuda del fondo
a la derecha, los consagrados amantes se encontraron con que su nido había sido ocupado. Fue en ese momento cuando los dos matrimonios acordaron turnos para no
alterar la convivencia diaria.