Es fácil encontrarlos asomados a la vida desde el balcón de su primer vehículo a tracción, curiosos ante un mundo que se les descubre sin descanso a cada paso.
Son capaces de conquistar ejércitos de besos y achuchones sin necesidad de más estrategia que la de su sonrisa.
Llenan de vida el alma de las calles olvidadas y los callejones más oscuros de las almas adormidecidas.
Confeccionan espacios más propicios para vivir que los que nos empeñamos en habitar día a día a golpe de dinero prestado.
Confeccionan espacios más propicios para vivir que los que nos empeñamos en habitar día a día a golpe de dinero prestado.
Remueven conciencias con palabras limpias y luego siguen sin más con su construcción de castillos en los que reinan sin maldades ni avaricias.
Se sorprenden de todo y de nada. Tropiezan, caen, lloran, pero siempre continúan, por muy arrugado que se les presente el camino.
Son ellos los encargados de custodiar la inocencia que la adultez relega al cajón del ayer, dejándola volar a nuestro alrededor de cuando en cuando para que la mezamos de nuevo entre los brazos.
Y nosotros, tan ávidos de esperanza y sonrisas puras, no podemos olvidarnos de propiciar estos encuentros con los guardianes de la inocencia, pues siempre nos invitarán a levantar la cabeza por muy cabizbaja que esté la vida.
Y nosotros, tan ávidos de esperanza y sonrisas puras, no podemos olvidarnos de propiciar estos encuentros con los guardianes de la inocencia, pues siempre nos invitarán a levantar la cabeza por muy cabizbaja que esté la vida.